En una ciudad antigua de China, vivía un humilde barrendero que cada mañana, antes del amanecer, limpiaba las calles con una escoba hecha de bambú. Siempre iba descalzo, vestido con ropas viejas, y parecía invisible para los demás. Sin embargo, sus movimientos eran tan armoniosos y su rostro tan sereno, que quienes lo observaban con atención sentían una paz inexplicable.
Un joven buscador de la verdad, frustrado tras años de estudiar con grandes maestros sin hallar respuestas, escuchó rumores sobre este misterioso barrendero. Un día, se acercó y le preguntó:
—Viejo, ¿quién eres realmente?
El barrendero sonrió y dijo:
—Solo un barrendero.
—¿Y qué haces barriendo cada día, como si fuera un ritual?
—Barro el polvo de las calles, como barro el polvo de mi mente.
Intrigado, el joven decidió seguirlo durante semanas. Observó que el maestro barría no solo con las manos, sino con el corazón: con atención plena, sin prisa, sin resistencia. Siempre en silencio, pero completamente presente.
Finalmente, desesperado por obtener una enseñanza más “elevada”, el joven exclamó:
—¡He venido buscando sabiduría, no a aprender a barrer calles!
El barrendero lo miró con compasión y dijo:
—¿Y cómo esperas limpiar tu alma, si no sabes ni limpiar el suelo bajo tus pies?
En ese momento, el joven comprendió. La iluminación no era un rayo desde el cielo, sino una práctica diaria, humilde y constante. Aprendió a barrer, no solo calles, sino pensamientos innecesarios, deseos vacíos y orgullos inútiles.
Y así, con cada día que pasaba, mientras barría, el joven también barría su ego… hasta que un día, él también desapareció del bullicio del mundo y se volvió invisible… como el maestro barrendero.
La sabiduría no siempre se encuentra en lo extraordinario, sino en la práctica cotidiana, en el presente, y en la humildad. A veces, el acto más simple —como barrer el suelo— puede enseñarnos a barrer nuestra mente de aquello que nos impide ver con claridad 🧹☯