miércoles, 18 de diciembre de 2024

Eterno resplandor de una mente inmaculada


Eterno resplandor de una mente inmaculada

En 1994, tras cinco lustros de práctica, Leonard Cohen tomó una decisión drástica: ingresar en el Mount Baldy Zen Center, el monasterio de Sasaki ubicado en las montañas de San Gabriel, al norte de Los Ángeles. Tenía sesenta años y, como recordaría años después, se encontraba en pleno bajón: «Tras la gira del disco The Future, caí en picado. Había bebido muchísimo y mi salud estaba tocada. Así que decidí retirarme, cuidarme como nunca lo había hecho. Al fin y al cabo, un monasterio zen es un lugar de rehabilitación para personas desquiciadas por la vida. Por su rigurosa disciplina, los monjes zen son una especie de marines del mundo espiritual».

Sasaki, que llevaba un cuarto de siglo transmitiendo su enseñanza a Cohen, lo recibió con los brazos abiertos y hasta le construyó una pequeña cabaña para él solo. A lo largo de dos años, el maestro sometió a Leonard a un entrenamiento tan intenso como purificador. El cantautor describió así su rutina diaria: «Te levantas a las tres de la mañana, te pasas trece horas meditando y cinco trabajando: cortas verdura, das de comer a las gallinas o limpias lavabos. Me encanta. Es perfecto. No podría ser peor».

Las largas jornadas de meditación se extendían desde las tres y media de la mañana hasta las diez de la noche, aderezadas con frugales comidas que los monjes devoraban en silencio, sentados cada uno en su zafu o cojín de meditación, de espaldas a la pared formando dos líneas rectas, una frente a otra. Vestido, como sus compañeros, con un largo kimono negro tipo túnica, en el templo Cohen era una sombra más que meditaba durante horas en la postura del loto, con las manos en mudra. Prohibido moverse, dormirse o cerrar los ojos. Durante cada sesión, eran vigilados por un monje, que les zurraba en los hombros con una especie de katana de madera llamada kyosaku cuando los veía demasiado tensos o demasiado cansados. Para estirar las piernas, los estudiantes hacían kinhin, es decir, meditaban de pie dando cortos pasitos. Un par de veces al día, cada discípulo se entrevistaba con el maestro para comprobar sus avances con el kôan, pues cada uno de ellos debía resolver de forma intuitiva una frase paradójica tipo: «¿Qué sonido hace una sola mano al aplaudir?».

Lejos de amilanarse ante la prusiana disciplina del templo, Cohen se abandonó a ella, vació su mente y se fue sintiendo cada vez mejor: «Precisamente, lo que me interesaba era rendirme a ese tipo de rutina. No tener que pensar lo que vas a hacer después es un verdadero lujo. Cuando dejas de pensar en ti mismo todo el tiempo, al fin consigues descansar». Cientos de años antes, el maestro Dogen (1200-1253), de la escuela soto zen, describió el sentido de la Vía en términos muy parecidos: «Estudiar el Camino de Buda es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo. Olvidarse de sí mismo es ser iluminado por los diez mil dharmas. Ser iluminado por los diez mil dharmas es estar libre del cuerpo-mente de uno mismo y de los de otros. No queda rastro de iluminación, y esta iluminación sin rastro sigue para siempre».